Archivo Comunitario de El Alto

A.C.E.A.

De tu envidia nace mi fama. (Parte I)

Fher Masi[1]


El Alto actual está brillando como calamina nueva bajo altiplánico mediodía. O eso destella. Alrededor de lo que es El Alto como población y metrópoli en la que se existe, se vive y se es, se han configurado al menos tres percepciones generalizadas a nivel nacional como también en internacionales extramuros.

La primera, conviene decir, un total lugar común, refiere a todo lo negativo que puede supurar una ciudad boliviana, al menos en la acepción más generalizada de gente no-alteña; aristas como la delincuencia descontrolada, maratónicos feminicidios, podredumbre generalizada, corrupción en todos los niveles, comercio informal, contrabando, narcotráfico, etcétera, dan pie no sólo a un temor acompañado de desconfianza en cuanto a lo que es El Alto, sino que desde esa escueta interpretación hablan webadas o peor aún, se produce algo artístico o académico respecto a eso. La palabra misma ya da pie a la opinión. Alguien dice “El Alto” o “los alteños” y flashbacks de peligros que no se vivieron, pero sí se vieron en el tiktok de turno o la nota amarillista de cierto canal naranja, pasan por las inmaculadas mentes de no-alteños. Me juzgan sin siquiera conocerme diría Shrek, en un mini-cine del Barrio Chino o cerca de la UPEA.

Quien haya pasado más de 8760 horas en El Alto, sabe que es menos excitante y riesgoso de lo que se espera. Claro que, si uno se queda parado en plena calle 2 de la Av. 6 de Marzo/la Av. Tiwanaku/el Cruce Villa Adela/las ex – trancas de Río Seco o Senkata, y es paciente, podrá ver algún robo, cuento del tío, asalto por la matiné, lides por cualquier cosa o, con mucha mala suerte, un asesinato. Aun así, es raro ser espectador de eso, cuando menos protagonista. Y hasta cierto punto llega a ser natural que sitios tan concurridos, a falta de verdaderos puntos de encuentro, aunado a la tardía eficiencia, siempre dudosa o liwiliwi, de la policía, sean el espacio ideal para la proliferación del crimen.

—Qué días aquellos en los que veteranos k’olos, sindicalizadas qhateras y otros memoriosos alteños, al unísono y con poderosa flema gritaron “¡motines!” a todo uniformado post-octubre de 2019.

Exceptuando los ejemplos mencionados, la peligrosidad de El Alto es un tema por demás exagerado. Al punto que, si Bolivia fuera un vecindario de 9 cuadras, El Alto sería como el muñeco de linchar de la zona, al cual todos atribuyen algo que no quieren ver en sus propias moradas.

Pienso en el pasado de Los Altos, nombre colonial de EA[2], y a mi mente vienen grandes contingentes de todo tipo de indios e indias, viajando por la sublevación [mas no por la mita]  desde cada confín del Altiplano o los Yungas. Imagino cada puesto, cada posible color de q’urawa o al diamante invertido que es Huayna Potosí, observando el campamento de Tupak Katari quien ha de cercar a La Paz española.


Cerco a La Paz, del pintor orureño Florentín Olivares (1880).

Una ciudad blanquiroja asediada por indios armados [mimetizados con los barrancos] con q’urawas, palos filos, cañones robados, coroneles a caballo, concierto de pututus, y comida… qué fiesta fue aquella en La Ceja Virreinal, donde se cocían papas y charques para que el aroma asole intestinamente a la hambrienta ollada.

El colgamiento del Cura Borda, por dar misa de maldición en las capillas alteñas, el cañonero Mariano Murillo que fallaba adrede el fuego y que [al ser descubierto] se le amputaron ambos brazos para enviarlo así como mensajero a La Paz, la gran farra de los cercadores que festejaban la procesión del 13 de abril, el liderazgo casi providencial de Julián Apaza, indio del común y comerciante de coca, e incluso la fiereza y diestra dirección bélica de Bartolina Sisa, son parte de esa animadversión transmitida por el cuadro. Partiendo claro, de una narrativa de diversos diarios y traumas de los cercados.

Hasta el día de hoy, no hay registro pictórico más antiguo de lo que fue EA en la colonia como lo es dicho cuadro —aunque sea tardío, vale añadir—, como tampoco existe una perspectiva del Cerco desde la visión de los casi 40.000 cercadores.

De hecho, no es gran esfuerzo hacer memoria de cómo se fue representando a lo largo del tiempo a Tupak Katari: siempre descuartizado en las obras exhibidas por los museos de la Calle Jaén, o también descuartizado en la obra de muralistas como Solón Romero, como si de ese periodo histórico se nos quede bien grabado el castigo, antes que la sublevación. ¿El sentido será martirizarlo tal vez? Coco Manto nos acude a esta cuita, cuando escribió alguna vez que: A Tupak Katari lo crucificaron en X y a Cristo en Y. Qué chistoso que en el colegio o en el cuartel, decíamos al tupak para tomar a alguien por los extremos y medio lastimarle la méntula con el más próximo poste. Qué bueno que en EA abundan efigies y obras sobre ambos caudillos y su causa; altivos, con lluch’us de Cóndor y apuntando con el dedo hacia La Paz; se yerguen Sisa y Apaza en la Riel alteña mientras el corazón de este último, se halla bajo la estatua del Corazón de Jesús, a tan solo metros de ellos

Fusilamiento de Alfredo Jáuregui en El Alto de 1927.

Ya en tiempos de República —hacia 1927, El Alto es nuevamente escenario de injusticia y muerte. Como si La Paz no mereciera sus propias tropelías, en Altupata fusilan a un hombre inocente[3]. Queda filmado, mal que bien, en la lente del cineasta Luis del Castillo, obra que inaugura creo yo, el GORE HECHO EN BOLIVIA. De la mano del séptimo arte (silente en este caso), “El Bolillo Fatal o el Emblema de la Muerte” captura El Fusilamiento de Alfredo Jáuregui, quien fue acusado por la justicia boliviana de haber matado a su padrino, el expresidente José Manuel Pando, en proximidades al Kenko. Quien haya visto la obra, caerá en cuenta de que ha visualizado a un hombre a punto de morir, el ascenso y descenso de la muchedumbre paceña a/de ese alto patio mortuorio, y la pena de muerte en la punta del cañete. Creo que a este punto que la supuesta peligrosidad y violencia de El Alto no es sino obsequio vecino a lo largo del tiempo.

Primer accidente aéreo de Bolivia, El Alto de 1921

En el caso de la fotografía, la muerte llega desde el aire. Siendo que —en 1921, en el marco de una exhibición de los primeros vuelos de biplanos en El Alto, uno de los aviones se estrella contra la multitud presente en la altipampa. Nueve personas fallecen, entre ellas un niño y varios son despedazados por las aspas metálicas de la novedad aeronáutica. No conformes, aunemos que son diversos los testimonios de aviones caídos en EA, sobre chacras, sobre rebaños, sobre personas, a lo largo del siglo XX alteño.

Hace cuatro años ya, que abrí el grupo Altupata 1900’s: fotografías antiguas de El Alto en Facebook (red preferida por todos los estratos andinos, junto a TikTok actualmente); y desde hace cuatro años también, que no he hallado registro fotográfico de la participación alteña en la Revolución Nacional de 1952. Aunque por testimonios de amautas modernos, como Johnny Fernández, se sabe que la participación de los vecinos de la entonces Villa 16 de Julio en las Jornadas de Abril, fueron sumamente efectivas. Esos vecinos asentados desde 1942, que de seguro también fueron veteranos de la Guerra del Chaco, tomaron los cuarteles instalados en la Fuerza Aérea Boliviana definiendo el rumbo de la Revolución Nacional. Por eso estoy seguro que El Alto es decisivo, históricamente hablando, por lo menos desde fines del siglo XVIII hasta el actual siglo XXI.

Ilustración del cuento “Una Carta para Alicia” de 1954.

Por el momento convengamos que aún es tema de investigación ubicar los diversos registros visuales sobre el 52’ alteño; no obstante, y ya que nada en la vida es del todo ch’usa, por ahora podría citar el cuento Una carta para Alicia” de Julio Lacoral, que fue incluido en el libro “Antología de Cuentos de la Revolución” y publicado por los Talleres Gráficos del MNR, en 1954. En dicho relato, EA funge como teatro de los hechos decisivos para el triunfo de los insurrectos. Un tren volcado en La Ceja, que mata muchos militares del viejo régimen, es gran parte de la sinopsis. De nuevo, la violencia habita la pampa alteña, aunque ahora de modo ineludible y en pro de los intereses locales.

A esto añadamos otra gráfica de un libro con la misma temática, Coca City. Escrito por Luis Adrián R. y publicado en 1957 por Impresiones El Sol, es una novela sobre la época pre-revolucionaria de Bolivia, en la que El Alto es parte del escenario narrativo en reiteradas ocasiones. Y no exageramos al notar esa singularidad geográfica, ya que el egregio arco de “Bienvenidos a La Paz”, marca Coca Cola, que tenía por peana la Ceja, aparece de contraportada. Eso sí, con hombres armados bajando a matar hacia la Sede de Gobierno.

Contraportada del libro “Coca City” del año 1957

Para finar este primer acápite, retornemos pues al cine, pero ahora con la lente a color de los siglos XX y XXI. El surtido social que signa Chukiago de Antonio Eguino (1977), retoma a EA como escenario cinematográfico para contar nuevas historias. Y es que en la primera parte [que junto a la segunda son las mejores del film, en mi opinión] Isico que es el lluqalla protagonista, es dejado por sus padres a una señora que vende tecito y api en las Ferias Alteñas; haciendo perder el queso, cargando las tarimas, aprendiendo mal el castellano, trayendo el agua de la pileta pública… qué grande y purpúreo es el Chacaltaya de entonces, qué rebelde Isico al escapar de esa vida laboriosa. “Dicen que soy flojo, para trabajar… qué culpa yo tengo, me gusta cantar” diría la cúspide folclórica nacional, Alfredo Dominguez. Ineludible es mencionar la road movie Mi Socio de Paolo Agazzi (1982), en la que El Alto es también escenario de comercio y trabajo —narrativas que trataremos más a detalle en el tercer apartado de este escrito— aunque su aparición es más por segundos.

Frame del film “Chukiago” de 1977.

Curioso redescubrimiento suscitó el año pasado cuando, revisando algunas fotografías antiguas del Aeropuerto de El Alto en la vastedad del internet, di con los frames de una película brasilera filmada en parte en plena Ceja de 1991, hablamos pues de la película “Exposure” o “El Arte de Matar” de Walter Salles con la productora MIRAMAX, entonces de Harvey Weinstein.  En este metraje, que por sinopsis tiene una persecución internacional de asesinos movidos por la venganza, se filma un tiroteo en pleno Reloj de la Ceja, justo donde están asentadas las caseritas de los jugos vitamínicos y salteñas de charkekan matutino. Debo reconocer que esas tomas son verdadero cine a quemarropa. Dándole a este lugar común que señalamos como “El Alto peligro”, otra calidad visual y narrativa de carácter ya internacionalizado.

Frames del film “Exposure” o “El Arte de Matar” de 1991.

El cherry de esta torta de obras sobre EA como espacio de peligro, corresponde pues al famosísimo largometraje “Pandillas en El Alto”; que con sus más de 200 minutos de duración (corte original de su director, Milton Ramiro Conde Paz.) llevan todo un acervo semántico de la estética y sonoridad de El Alto pandillero, a las grandes y medianas pantallas de Bolivia. La involución de dos hermanos que en un principio trabajan de payasitos callejeros, el doble asalto que sufre uno de estos, su desarrollo de personaje hacia la delincuencia y la pichicata, Los Sepultureros [que cuando hacen presencia en pantalla, fieles al cómic, aparecen con poleras de Sepultura como distintivo[4], la trágica muerte, en todo el sentido de la palabra, de la madre del protagonista, son pues parte de este tema tan acusado de lo que signa vivir en El Alto. Y más aún si es de noche. Ya que el film goza de muchos minutos bajo la tenue luz naranja de Nuevos Horizontes, zona en la que está su estudio y productora, la U.E. Puerto del Rosario.

Cerremos por el momento esta arista tan aducida a EA, no con la intención de reflexionar sobre el “qué pena vivir bajo el signo del peligro y la muerte”, o pensar tan siquiera en abrir la mano como Carlos Mesa, mendigando soluciones del exterior o aplicar experimentos oenegeros. No. Sino más bien busquemos y encaremos toda obra de academia o de artista, que aborde algo que acompaña a Altupata desde su albor, en los campamentos de Tupak Katari. Esto es, permítanme aclarar, el peligro de ser alteño/a.


[1] Es estudiante de Historia en la UMSA y cabecilla de la sección visual en el Archivo Comunitario de El Alto.

[2] A partir de este punto, me referiré a El Alto como “EA” a guisa de no saturar vuestro límpido léxico con tan alcalina palabra.

[3] Está probado que Alfredo Jáuregui no asesinó a José Manuel Pando, sino que éste murió de un infarto en la casa de los Jáuregui, ubicado en el Kenko de Los Altos.

[4] Algo similar a lo que ocurre en Cementerio de Elefantes, en la que los panducos son también representados como metaleros o melenudos que bailan cumbia y meten fusca a taxistas.

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